Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.

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jueves, 12 de julio de 2012

Parresia



Antoneta Wotringer



Cuando nace desde nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo.

Chorradas, te preguntarás. Nada más lejos, es un sentimiento, una sensación que empieza a pertubarme incluso cuando pienso que compartir empieza a convertirse en una mentira que esconde ciertas verdades.

Estás en lo cierto, aborrezco el egoísmo cabezón, aquel señor que incuestionablemente se apodera de otras razones y se empeña en moler en la barrica del presunto y único vaso de vino tinto, toda opinión o discrepancia exenta de cábalas. Turbio. Mis razones, son mías y sólo mías, que testarudo, que preñado de vanidad. Y es tétrico, pero es así, el discurso, el razonamiento entre la mano que vierte el líquido fraguado y la garganta que se lo traga sin rechistar que no se escucha lo que se oye, ni se deja escuchar lo que se quiere.

Es verdad. La mía. La de cada uno de nosotros. La de todos.

Anido siempre una duda, una extrema y vieja cicatriz señala en cada uno de nuestros cuerpos quienes fuimos, y las del alma quienes somos... mi duda, mi terrible duda.... es saber realmente si el cuerpo y el ánima no se dejan curar por aquellas miradas que a veces advierten el surco de esas marcas y sí quien nos acaricia percibe donde caimos... intento a la inversa poder sentir como cicatrizan las miradas tristes.

Y procuro, con esmero y perseverancia evitar estrellarme de nuevo en ese sidral que desmonta un ejército de buenas intenciones.

Soy débil, demasiado. Pero creo honestamente que la debilidad es la fortaleza de la honestidad. Quién presume de su rocoso escudo, quien alardea de no sufrir por la vergüenza ajena, por la miseria extrema, por desigualdades de la inopía es un débil deshonesto.

Consigo mismo y con aquellos que alrededor de su farsa elevan un concepto equivocado de quien tienen enfrente, a la vera.

Nunca nos acabamos de conocer, no nos dejamos. No queremos descubrir al verdadero monstruo que se apodera de nuestra carcasa, de nuestro rostro, de nuestro guión. Procuramos parecer ante ojos extraños un conocido guiño de nuestros recuerdos, una memoria futura, una respiración compartida. Una ilusión difusa. Deseamos gustar por los ojos, deslumbrar por el tacto, idealizar por los razonamientos y acercar la lejanía virtual de un puñado de teclas que emanan nuestras inquietudes, emociones y deseos.

Convertimos la palabra por inventar en el apretón de manos sideral, el saludo virtual en la carnal alegoría; insuflamos a nuestros correligionarios canallas la llave de que se les espera ahí fuera, donde la realidad ya se encarga de oxidar las puertas de acero esperanza.

Intentamos plasmar, llover, llorar, enmendar o encontrar; dejarnos querer, seducir, arrebatar, replicar y repudiar. Hacernos con un nombre sin apellidos, un prestigio volátil y una personalidad sin plexo.

Queremos agradar sin medida, y en ese papel invisible cada uno de nosotros se rodea de lo que no encuentra sino de aquello que nos encuentra.

Es un trozo de vida, de la de verdad, cuando todas esas artimañas, esas tretas, esas argucias y estrategias se disipan, se traicionan así mismas. Es sencillo, más de lo que pensamos, nos entregamos sin medida, o con reparos, nos damos sin monedas o sólo nos alquilamos un rato; nos esperamos a escondidas y en esa plena luz de la conciencia, el trozo antiguamente primitivo se convierte por arte del deseo en presencia física. En vehemencia.

Existe el riesgo de no medir a tiempo.

Implicarse en el desaforo de tantas vidas, de tantos deseos acaba imposibilitando la realidad de los nuestros.

Y esa generosidad acaba por hacernos más débiles.

Cuando en nuestro interior muere esa tercera persona, la sencillez de la vida se convierte en apasionante.






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