Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.

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jueves, 31 de mayo de 2012

Metafísica de los tubos

"Conversión" (1912) Egon Schiele








Fue necesario, para recurrir a la expresión exacta, "recuperar el tiempo perdido" (yo no pensaba haberlo perdido): a los dos años y medio, un humano tiene la obligación de andar y hablar. Conforme a la tradición, empecé por andar. No era nada del otro mundo: ponerse de pie, dejarse caer hacia delante, sostenerse con un pie, y luego repetir el paso de baile con el otro pie.

Andar resultaba de una innegable utilidad. Te permitía avanzar viendo el paisaje mejor que gateando. Y quien dice andar dice correr: correr constituía un invento fabuloso que permitía toda clase de evasiones. Uno podía arramblar con un objeto prohibido y huir llevándoselo sin ser visto por nadie. Correr aseguraba la impunidad de los actos más reprensibles. Era el verbo de los bandoleros y de los héroes en general.

Hablar planteaba un problema de protocolo: ¿por qué palabra empezar? Yo habría elegido gustosa un vocablo tan necesario como "marron glacé" o "pipí", o bien uno tan hermoso como "neumático" o "esparadrapo", pero notaba que aquello habría herido susceptibilidades. Los padres son una especie susceptible: es necesario ofrecerles los grandes clásicos que les proporcionan el sentimiento de su importancia. No quería llamar la atención. Así pues, adopté una expresión beatífica y solemne y, por primera vez, vocalicé los sonidos que tenía en la cabeza:

-- ¡Mamá!

Éxtasis de mi madre.

Y como tampoco se trataba de humillar a nadie, me apresuré a añadir:

-- ¡Papá!

Enternecimiento de mi padre. Mis padres se abalanzaron sobre mí y me cubrieron de besos. Me pareció que se conformaban con poco. ¿Se habrían mostrado menos encantados y admirativos si hubiera empezado a hablar diciendo: "¿Para quién son esas serpientes que silban sobre vuestras cabezas?" o: "¿E = mc2"? Incluso era como para pensar que tenían dudas respecto a su propia identidad: ¿acaso no estaban seguros de llamarse respectivamente Papá y Mamá? Parecían muy necesitados de que se lo confirmase.

Me felicité por mi elección: ¿para qué complicarse la vida si ninguna otra primera palabra podría haber colmado tanto a mis progenitores? Una vez cumplido con mi deber de educación, podía dedicarme al arte y a la filosofía: la cuestión de la tercera palabra también resultaba excitante, ya que únicamente debía tener en cuenta criterios cualitativos. Aquella libertad resultaba tan embriagadora que me confundía: tardé una eternidad en pronunciar mi tercera palabra. Mis padres no hicieron sino sentirse más halagados todavía. "Sólo necesitaba llamarnos por nuestro nombre. Ésa era su única urgencia."

No sabían que, dentro de mi cabeza, yo hablaba desde hacía mucho tiempo. Pero es cierto que decir las cosas en voz alta es diferente: confiere a la palabra pronunciada un valor excepcional. Uno siente que la palabra se conmueve, que lo vive como un signo de reconocimiento, como el pago de una deuda o una celebración: vocalizar el vocablo "banana" representa homenajear a las bananas a través de los siglos.

Razón de más para pensárselo dos veces. Me sumergí en una fase de exploración intelectual que duró semanas. En las fotos de esa época aparezco con un rostro tan serio que resulta incluso cómico. Y es que mi discurso interior era existencial: "¿Zapato? No, no es lo más importante; uno puede andar sin ellos. ¿Papel? Sí, pero resulta tan necesario como el lápiz. No hay modo de elegir entre papel y lápiz. ¿Chocolate? No, es mi secreto. ¿Otaria? Otaria resulta sublime, emite gritos admirables, pero ¿acaso es mucho mejor que peonza? Peonza es demasiado bonito. Aunque otaria es más viva. ¿Qué es mejor, una peonza que da vueltas o una otaria que vive? Ante la duda, me abstengo. ¿Armónica? Suena bien, ¿pero es realmente indispensable? ¿Gafas? No, es divertido, pero no sirve para nada. ¿Xilofón?..."

Un día mi madre entró en el salón con un animal de cuello largo cuya larga y delgada cola terminaba con una toma de corriente. Apretó un botón y el animal emitió un lamento regular y continuo. La cabeza empezó a moverse sobre el suelo con un movimiento de vaivén que arrastraba el brazo de Mamá detrás de él. A veces, el cuerpo se desplazaba sobre unas patas en forma de ruedas.

No era la primera vez que veía una aspiradora, pero todavía no había reflexionado sobre su condición. Me acerqué a ella a gatas, para estar a su altura; sabía que uno siempre tiene que ponerse al mismo nivel que lo que examina. Seguí su cabeza y puse la mejilla sobre la moqueta para observar qué ocurría. Era un milagro: el aparato engullía las realidades materiales que encontraba a su paso y las transformaba en inexistencia.

Sustituía el algo por la nada: aquella sustitución sólo podía ser una obra divina.

Recordaba vagamente haber sido Dios no hacía tanto tiempo. A veces, oía en mi cabeza una voz profunda que me hundía en insondables tinieblas y me decía "¡Recuerda! ¡Yo soy quien vive en ti! ¡Recuerda!" No tenía una opinión claro al respecto, pero mi divinidad me parcía de las más aceptables y agradables.

De repente, me encontré con un hermano: la aspiradora. ¿Acaso podía existir algo más divino que aquella aniquilación pura y simple? Por más que considerase que un Dios nada tiene que demostrar, me habría gustado ser capaz de protagonizar un prodigio semejante, una tarea tan metafísica.

"Anch'io sono pittore!" exclamó il Corrigio al contemplar los cuadros de Rafael por primera vez. Con idéntico entusiasmo, yo estaba a punto de gritar: "¡Yo también soy una aspiradora!"

En el último segundo recordé que tenía que emplear bien mis recursos: se suponía que poseía dos palabras en mi activo, no se trataba de perder credibilidad soltando frases enteras. Pero tenía mi tercera palabra.

Sin más demora, abrí la boca y acompasé las cinco sílabas: "¡Aspiradora!"





Metafísica de los tubos. Amelie Nothomb











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